Manuel Felguérez (1928-2020) fue uno de los artistas plásticos mexicanos más influyentes y reconocidos, quien formó parte de la Generación de la Ruptura junto con artistas como Vicente Rojo y José Luis Cuevas.
Con siete décadas de trayectoria, el zacatecano se forjó como uno de los personajes más destacados de del siglo pasado y el actual. Felguérez acaparó gran interés alrededor de su figura; su entrevista con la periodista Silvia Cherem S. destaca como uno de lo mejores acercamiento al maestro. Así, hoy reproducimos la misma en este espacio:
Contrapesos en tensión
Por Silvia Cherem S.
Al perder a su padre a los 8 años, Manuel Felguérez escuchó de boca de su madre una advertencia lacónica: “Jamás regreses a Valparaíso, nos matarán a todos”. De su origen zacatecano y su recio abolengo sólo quedaban migajas, enemigos e incertidumbre, y lejos estaba entonces de imaginar que más de seis décadas después regresaría a Valparaíso, ya no para batirse a balazos o recuperar las haciendas usurpadas en San Agustín del Vergel, sino para ser homenajeado como hijo pródigo del pueblo.
Felguérez (Zacatecas, México,1928), a cuyo nombre y legado está dedicado el Museo de Arte Abstracto del Estado de Zacatecas – uno de los más completos y hermosos recintos de arte moderno del país –, comenzó a descollar desde los años cincuenta como figura pública. No por su parecido con el famoso “rebelde” James Dean – mismo copete engominado, ojos claros y rostro bonito –, sino por su pintura abstracta, su oposición contra la hegemonía de la Escuela Mexicana de Pintura, y sus murales estridentes que inauguraba con happenings de Alejandro Jodorowsky generando tumultos y jaleos.
Sin embargo, a diferencia de otros artistas que construyeron una leyenda con escándalos, a él ni la fama ni los reflectores lo doblegaron a exhibir su intimidad. Cuando todos corrían a tenderse en el diván del psicoanálisis, por convicción él azotó la puerta. Selló los días hasta contra sí mismo evitando que su arte “se contaminara” con sus estados de ánimo o con las amarguras que le imponía el destino y, metódico hasta el empacho, inventó su propia armonía conjugando el orden y la exactitud estéticas.
Casi con 75 años, Felguérez, quien fuma pipa con tabaco de habano aunque la ronquera crónica amenace con apagar definitivamente su voz, aceptó someterse a la “tortura de la confesión”. En su casa, construida por él mismo en Olivar de los Padres, donde vive desde hace 28 años con su tercer esposa, Mercedes Oteyza, casada antes con Juan García Ponce, conversamos varios días de sol a sol, sólo haciendo una pausa para un caldito y los reglamentarios dos tequilas del medio día y los dos whiskys de la noche.
Rodeada de arbolados jardines, uno se olvida que su hogar está en un barrio de vecindades. En la sala hay cuadros suyos de casi todas las épocas, están las fotos con los amigos pintores de “La ruptura”, los soldaditos de plomo que se robó de niño, su colección de maquinarias que incluye relojes y cajas de toques, y los huesos sueltos o esqueletos de animales de los cientos que algún día atrapó. Están también las vasijas arqueológicas que compró en Perú con su segunda mujer, la pintora Lilia Carrillo, y souvenirs de Egipto y la India, de cuando viajó con Mercedes, a quien cariñosamente llama Meche. Todo el mobiliario y las lámparas de bronce sinuoso con pantallas de flequitos los heredó de su abuela, y es justamente en las gavetas de uno de aquellos elegantes archiveros en donde mantiene en el olvido los dolorosos recuerdos familiares.
Del rancho a la farándula
Manuel, poco se sabe de tu vida en Valparaíso, cuando vivías en San Agustín del Vergel entre dos cascos de viejas haciendas, a un lado de la iglesia, apenas bajando el río. Háblame de tus padres, de los primeros recuerdos…
Mi padre era hacendado, nieto, bisnieto y tataranieto de terratenientes, pero como los hacendados tenían mala fama, no sé si mi padre fue o no un hombre bueno. Le encantaba llevarme a corridas de toros y, siendo apenas un pequeñito, un día me puso a torear, el ternero me corneó y él, sin más, sacó la pistola y lo mató. Fui el primogénito y me crié con los hijos de los peones; con ellos jugaba y dizque estudiaba porque como era “hijo del patrón” el maestro se intimidaba. Ordeñaba vacas, montaba mi enorme caballo negro y jugaba en el río enun tronco que me vaciaron para poder remar. Estando en aquel barquito, una vez me pasó encima una caballada desbocada y, tiempo después, sobreviví entre tiros y ladridos cuando un grupo de generales intentaba matar a una jauría de perros rabiosos.
Cuando tú naciste en 1928, aquella zona había sido escenario de la cruenta guerra cristera.
De la guerra cristera no recuerdo nada, lo que no puedo olvidar fueron los estragos del agrarismo. La lucha armada dejó de ser en defensa de Dios, para convertirse en una defensa de la hacienda. El caporal y los guardias de la casa chica pasaban el día observando el exterior desde las mirillas, y cuando se acercaban los agraristas, que querían ocupar la hacienda a la brava, tocaban las cornetas para darle tiempo a mi madre de poner colchones para protegernos de las tremendas balaceras. Los decretos de expropiación no cesaban y, poco a poco, nos fueron despojando de muchas tierras.
A principios de 1935, mi padre decidió que toda la familia – para entonces ya tenía dos hermanos menores -, nos viniéramos a México para que intentara gestionar ante el gobierno la defensa de la hacienda. Tenía la esperanza de que le dieran cuando menos bonos de indemnización por las tierras expropiadas, pero casi al año de que llegamos, se murió repentinamente.
¿Lo mataron?
No, se enfermó, nunca supe de qué. Un día antes de la Navidad, mi mamá me llamó y me dijo: “dale un beso a tu papá”, y sin más me llevó a casa de mi abuela. Tenía yo 8 años. Un primo me preguntó si no iba a asistir al entierro de mi padre. Ni cuenta me había dado de que estuviera muerto. Mi madre jamás quiso regresar a la hacienda, creía que si lo hacíamos necesariamente nos matarían. Sola y con tres menores, prefirió quedarse en el Distrito Federal cerca de sus padres.
Su familia era dueña del afamado Teatro Ideal, ubicado en la calle de Dolores, y seguramente el cambio de vida, del rancho a la farándula, fue determinante en tu formación.
Totalmente. Vivíamos en un departamentito en la calle de Marsella pero todo transcurría en casa de la abuela, Consuelo Aspe de Barra.Con ella comíamos, cenábamos, asistíamos a misa en la capilla que tenía en la azotea, e íbamos todos los días en coche al teatro. Mientras mi abuela hacía cuentas, nosotros jugábamos, entrábamos y salíamos de los camerinos, o veíamos las obras. Así pasamos como 5 años, hasta que el teatro se perdió por deudas. Aún conservo muchas fotos de esa época.
De un mueble antiguo comienzan a salir las fotografías sepias que las actrices dedicaron a su abuela. Entre muchas otras: Elisa Asperó y María Tubao con diademas con plumas y collares hasta las rodillas sobre camiseros sueltos como dictaba la moda del charleston; Ruth Roland con mirada cándida, y María Conesa chaparrita, de anchas caderas con un almidonado vestido de piñata, capaz de pararse solo por el peso de tantas crinolinas.
Háblame de la relación con tu madre a quien rara vez mencionas.
Era una mujer muy atenta, que no faltara el desayuno o la ropa limpia, pero no sabía cómo educarnos. A mi hermano le rogaba que no fuera a la escuela para que se quedara a acompañarla. Para mantenernos, compró una tienda de abarrotes, “La conquista”, frente a la casa. Yo le ayudaba a hacer bultos con azúcar; en la trastienda vendíamos cerveza y se llenaba de borrachines. Acabó quebrando antes de dos años.
Mi educación la recibí de los hermanos maristas del Colegio México y de los scouts, pero en esos años también me escapaba con las pandillas del barrio. Andaba con el Pinocho, el Chaparro, el hijo del zapatero y el del plomero. Dominábamos una buena tajada de la Juárez. El Olivo Orozco, hijo de un policía y de la juez del tribunal de menores, nos inducía a robar ejércitos completos de soldaditos del Palacio de Hierro. Una vez nos agarraron, pero el Olivo le pidió a su mamá que nos liberara. Con él empecé a tomar, bebíamos anís.
Me encantaba también el box y la lucha libre. No me perdía ni una sola lucha en la Arena México que estaba a dos cuadras de mi casa. Me volví muy amigo de los luchadores, había uno que se llamaba el Murciélago Velázquez, yo le cargaba su petaca y le conseguía los murciélagos que soltaba cuando abría su capa. Otros boxeadores también me invitaban. Ese mundo de la calle y los luchadores era mi mundo negro, mi mundo oculto.
Para contrastarlo eras un aplicado “niño scout”…
Finalmente fue ése el mundo que ganó, estuve en los scouts de los 8 a los 23 años. Me fascinaba cazar animales, bajar los ríos en kayaks o ir en arriesgadas expediciones atravesando violentos rápidos en balsas de hule. En 1953, en el Cañón de las Garzas, atravesando el río Amacuzac, nos arrastró una cascada y regresamos con el cadáver en brazos del doctor Ignacio del Valle.
Mi mejor amigo de los scouts era Jorge Ibargüengoitia. Nos recomendábamos libros, a mí me fascinaba Dostoievsky, a él, Chesterton. Subíamos el Ixtlacíhuatl con la ilusión de llegar a la cima para prepararnos daiquiris con el hielo, y durante toda la adolescencia, organizamos caminatas de 15 ó 20 días con nuestras patrullas: de San Cristóbal de las Casas hasta Palenque; Yucatán de lado a lado.
El nacimiento de una vocación
Con Ibargüengoitia fuiste en 1947 a Francia a un jamboree de los scouts que te cambiaría la vida. Háblame de los detalles de aquel viaje en una Europa devastada…
La guerra había interrumpido los jamborees y para reanudar la tradición, los jefes de México escogieron a los mejores 50 scouts para representar a nuestro país. Entrenamos durante un año – aprendimos danzas indígenas y cantos gregorianos – y cuando ya se acercaba la partida nos dijeron que el viaje costaría 5 mil pesos. Ni Jorge ni yo, huérfanos de padre, podíamos pagarlos. Él ya estudiaba ingeniería, yo estaba en preparatoria. Entristecidos, veníamos caminando por Avenida Juárez después de nadar en el YMCA, cuando nos topamos con una agencia de viajes. Descubrimos unos barcos, de aquellos que en tiempos de guerra sirvieron para transportar militares, que por un pasaje de 140 dólares partían de Nueva York rumbo a Europa. Hicimos cuentas y, con todo y camión, nos alcanzaba con 360 dólares para costear el viaje redondo. Decidimos ir por nuestra cuenta. Se corrió la voz que nos iríamos en el Marine Shark a un precio regalado y, poco a poco, ya éramos 30. Con la deserción masiva, los jefes scouts ya no conseguirían sus pasajes aéreos gratuitos y furiosos acabaron expulsándonos a Jorge y a mí de los scouts. Aún así, partimos.
Después de diez días en el jamboree, Jorge y yo recorrimos de aventones Italia, Suiza, Francia e Inglaterra, alojándonos en las casas de los amigos scouts. Viajábamos en ferrocarriles de carga atiborrados de gente y recuerdo a Jorge gritando: Tutto completo, tutto completo, para que ya nadie más se subiera. En Francia el racionamiento alimenticio era severo, en Suiza nos maravillamos cuando pudimos tomar leche, y en Roma, vestidos con shorts, pañoleta al cuello y sombrero de cuatro golpes, logramos colarnos para ver al Papa. En aquella Europa, sembrada de tumbas, sólo los museos eran gratis y me fascinaron.
Y al final de viaje, en Londres, decides convertirte en pintor.
Sentado en la quilla del barco Discovery, con el que el Capitán Robert Falcon Scott descubrió a principios del siglo XX el Polo Sur, deseé ser pintor. Me conmovió el atardecer con miles de pájaros montados sobre el Puente de Londres y el reflejo del sol dibujado en el río. Corrí al camarote, busqué papel y lápiz, y en el dorso de una propaganda de American Express pinté el Támesis. Le dije a Jorge: mira, ya soy artista. Él soltó la carcajada, no me creyó, pero años después, cuando se convirtió en escritor, escribió que ese día presenció “el nacimiento de una vocación”.
Él también dibujaba. Sus dibujos eran grotescos, quizá cómicos. Quiso ganarse la vida haciéndolos, pero no le funcionó. Al regresar, deseoso de repetir la aventura, inventó un plan tetramestral: cuatro meses trabajaría, en cuatro meses machetearía lo que se ve en un año de ingeniería, y así los otros cuatro meses podría viajar. Acabó tronando el negocio, reprobando la universidad, y sin posibilidades de viajar. Muchos años después, vendería el rancho de su padre y finalmente se decidiría a ser escritor.
A principios de los cincuenta, Jorge y yo íbamos todos los días a El Pilón, una cantina que frecuentaba Rulfo. Nos contaba cómo oía ladrar a los perros y un montón de anécdotas de su vida como agente viajero. El llano en llamas apareció en 1953 y Pedro Páramo en 1955 y en esas páginas literarias estaba todo lo que Rulfo nos contaba con copas encima. Después de ello, por salud, dejó de beber y curiosamente también dejó de escribir.
Tu madre quería que fueras médico…
Cuando le dije que sería pintor creyó ella que encontraba “un término medio” entre la medicina y las artes “plásticas”, sugiriéndome que estudiara cirugía “plástica”. Nunca entré a medicina, me inscribí en San Carlos pero sólo aguanté cuatro meses. Mis compañeros tenían 12 años, los aceptaban al terminar la primaria, y se conformaban con el camino único de la Escuela Mexicana de Pintura. Yo venía de concluir la prepa y de visitar la Capilla Sixtina, y me desesperé de pintar jarritos. Conocí a Jorge Wilmot, un joven muy culto que como yo venía de la Prepa Morelos, y decidimos que nuestro futuro estaba en Europa. Él me introdujo a Klee y a gran parte de los abstractos.
Entre idolitos, alimañas y víboras prietas
Según entiendo no tenías ni un quinto, ¿cómo planeabas regresar a Europa?
A Jorge se le ocurrió una gran idea. Me dijo: “Tú sabes de campo y yo de arqueología, busquemos ídolos”. Caminamos de Xalapa hacia el mar por vereditas en la Huasteca, preguntando de choza en choza. De vez en cuando, nos enseñaban piezas con las que jugaban los niños y se las comprábamos a precios regalados. No existía ninguna conciencia de que eso era patrimonio nacional ni habían leyes de protección. Las pocas piezas que trajimos siempre tenían un pero: “si hubiera tenido la quijada más grande… el penacho más notable…”, se quejaban Diego y Germaine Wenziner, una arqueóloga belga, prima del director de arqueología del Museo de Bruselas, compradores de Wilmot.
Las dos piezas más o menos respetables que conseguimos: un hacha totonaca con un chango, y otra, también totonaca, con un caballero ensombrerado, las compró Germaine. Alguna vez dije en broma que me consideraba “el autor” de la sala precolombina del Museo de Bruselas y Cuevas salió a despotricar contra mí en Excélsior. Dijo que merecía ir a la cárcel por haber sido “traficante de ídolos mexicanos”.
Era tan poco lo que nos pagaban que sólo servía para organizar nuevas expediciones. De 1947 a 1949 recorrimos también Tabasco y Tamaulipas. Más que piezas arqueológicas, conseguí una barbaridad de especies animales para mi colección.
Leí que tenías tu zoológico particular: zorra, tigre, aguililla, tecolote, ochenta ratas blancas, víbora, gatos, boa, lagartijas, arañas. ¿En dónde conservabas tantos animales?
Vivíamos en un departamento del edificio “El buen tono” en la calle de Abraham González y tenía a los animales distribuidos: el tigre encadenado en el hall, al pasar todos le sacaban la vuelta; la lechuza junto al medidor de luz, la zorra en el sótano aunque una vez se soltó, rompió la jaula de las ratas blancas y se comió 80 de un jalón, las lagartijas en el patio, la aguililla agarrada de una pata, las arañas y sus crías en el comedor, la sanguijuela en mi cuarto, la capulina en una ponchera a donde le echaba moscas vivas para que tuviera oportunidad de cazar. Una vez la capulina se llenó de huevecillos y entonces sí, mi mamá protestó: “a esta sí ya me la sacas”.
De cada excursión llegaba con animales. Como quería conservarlos, aún muertos, ya en secundaria le pagué clases a un viejito taxidermista que colaboraba con mi maestro de biología del colegio en la creación del Museo de Ciencias Naturales, y él fue quien me enseñó a disecarlos, vaciar la calavera, reconstruir la forma del animal con alambre y paja, alisar con yeso, y cubrir al animal con su propia piel. Fueron ésas, sin saberlo, mis primeras clases de escultura. Al principio se me pudrían, pero luego ya me fui especializando.
En 1949, acabé regalando a todos mis animales: vivos y muertos. Un par de años antes mi mamá se había casado y aproveché que tomó la decisión de irse al rancho con su marido y mis hermanos para regresarme a Europa.
¿En esos años es cuando consigues una beca del gobierno francés?
No, eso fue mucho después. Mi partida en 1949 tuvo que ver con una experiencia con Jorge Wilmot y Germaine en Bonampak. Por sus relaciones con arqueólogos, Germaine conoció al suizo Charles Frey, quien acababa de descubrir Bonampak, y lo convenció que antes de que llegara la expedición oficial al sitio, las llevara a ella y a su amiga, la princesa rusa desterrada Olga de Wolkonsky. A Wilmont y a mí nos mandó a montar un campamento que facilitara su supervivencia. Volamos de Tenosique a una zona chiclera en medio de la colosal selva, y desde ahí, montados en mulas, con un chiclero como guía, transportamos por caminos de brecha el equipaje, comida y arroz hasta la ladera del río, donde finalmente colgamos las hamacas.
La selva es abrumadora. Al llegar me perdí. Se hizo de noche, los cocuyos comenzaron a desperdigar su luz, y los pajarracos a gritar incesantes. Ya casi de madrugada, comencé a ir voces. Iluminado con antorchas llegó Obregón, un lacandón que luego llegaría a ser muy famoso. Tuve suerte, Frey llegó a su caribal – donde vive un lacandón con sus 6 a 8 protegidas, desde abuelas hasta niñas – y él se ofreció a buscarme.
Estuvimos en Bonampak cerca de dos meses con Germaine y la princesa. Con ayuda de los lacandones que aceptaron trabajar a cambio de chucherías – cuentas para hacer collares, comida, discos y hasta un aparato de música movido por manivela –, Wilmont y yo abrimos caminos y pistas de aterrizaje para la comitiva. Arrasábamos, quemábamos, era un trabajo brutal, siempre invadidos de hormigas. Cuando finalmente aterrizó la primer avioneta, descendió un contingente de elegantes hombres uniformados con cantimploras, pistolas y relucientes botas negras que contrastaban con nuestras garras y barbas crecidas.
Frey, a quien le habían traído la lancha que pidió para navegar en el río Lacanjá, era el jefe arqueólogo, pero sin que se lo imaginara llegaba ya a desplazarlo uno nuevo con nombramiento oficial. Las mujeres partieron en ese primer avión; Wilmot y yo nos iríamos en el siguiente. Alcanzamos todavía a ayudar a Frey a armar su lancha.
Al día siguiente, desayunando en mi cama, me postré ante la nota de ocho columnas del Excélsior: “Tragedia en Bonampak”. Frey murió. Se subió a su lancha con el grabador Francisco Lázaro Gómez y con otra persona, se voltearon y al estarse hundiendo, el grabador grávido de pesadas mochilas, se abrazó de Frey. Ambos se ahogaron. El tercero estuvo perdido durante 15 días en la selva.
La experiencia en Bonampak fue intensa. Dos días antes del final, Germaine nos ofreció a Wilmot y a mí que fuéramos a visitarla a Bélgica. Aproveché un Rover moot (reunión de adultos scouts) en Oslo. Llegué de aventón a Nueva York, ahí vendí cuatro idolitos de Tlatilco para pagar el barco, y como no me alcanzó, viajé como estibador, cargando desde los sótanos hasta la cocina la comida para los mil pasajeros.
Después me quedé nuevamente en Europa viviendo de aventones y limosnas – con una bicicleta atravesé Suecia, la vendí para entrar al Tívoli en Dinamarca; con la generosidad de un soldado americano que me regaló condones y me prestó un uniforme, dormí en los cuarteles de los aliados en Alemania; huí de un elegante francés, jefe de una planta de acero en el Rhin, que se empeñaba en dormir conmigo; viajé en un apestoso camión cargado de huesos de res; en Colonia entré a la corte de los mendigos durmiendo en un refugio antiaéreo, 4 kilómetros de literas y un solo baño debajo de la Catedral –, y finalmente llegué con Germaine.
El París de Zadkine
¿Fue Germaine quien te recomendó con el cubista Ossip Zadkine?
Germaine me dio una carta para Alex Guillan, una escritora comunista francesa – traductora de Gide al ruso y de Marx al francés –, y fue ella quien me abrió las puertas para llegar con Zadkine. Desde que toqué a su puerta en aquel departamentito atiborrado de libros en París, ella me apoyó. Me consiguió mi primer trabajo como vendedor del periódico comunista la Voix du Quatrième, me dio ropa para soportar el crudo invierno parisino, y me ayudó a buscar un chambre de bonne a louer (cuarto de servicio para rentar). Encontramos un cuartucho con papel tapiz morado y amarillo en una azotea, sin baño ni calefacción, y ahí viví aquellos dos años en París.
Como con el periódico ganaba muy poco, me contactó también con el laboratorio de sicología de la sensación del Colegio de Francia. Fui “sujeto de experimentación”. Me hacían pruebas de cansancio visual para encontrar qué luz cansaba menos la vista para instalarla en todas las oficinas burocráticas de Francia. Durante 6 horas diarias yo podía ocupar mi vista en lo que quisiera: dibujar, escribir cartas, leer, y sólo tenía que interrumpir cada media hora para someterme a sus mediciones. Además comencé a cuidar niños; me gustaba hacerlo porque generalmente me daban de cenar.
¿Elegiste tú a Zadkine?
Yo ni sabía de él, Alex me dijo que era el mejor. Tenía sólo 14 alumnos, casi todos extranjeros y mayores que yo. Había alambre y un barril de barro para todos. Zadkine llegaba los lunes, ponía la pose del modelo o la modelo – casi siempre temas griegos: Venus, Atlas, Mercurio, Afrodita –, nos platicaba de piezas artísticas inspiradas por esos dioses, y se iba. Volvía el sábado a la crítica y después de sus comentarios, había que deshacer las piezas para reutilizar el barro.
Yo no quise desbaratar mi trabajo, conseguí un barro barato que pudiera hornearse y comencé a hacer figuritas chiquitas con la idea de traérmelas a México. Todos hacían piezas de más de un metro, y yo apenas de unos cuantos centímetros. Además, influido por Orozco y queriendo hacerme el artista, creaba piezas feas, grotescas. Zadkine corregía a todos, a mí me brincaba. Después de dos meses de silencio, me preguntó: “¿Por qué te pongo una modelo tan bella y tú haces estos esperpentos? ¿Qué tienes contra el cuerpo humano?”
Traté de defenderme. Pensé que no iba a saber quién era Orozco, le mencioné “Los caprichos” de Goya. Me dijo: “Pues haz como Goya, primero pinta a la maja desnuda y luego haz cuanto capricho quieras”. Fue una lección brutal, a partir de entonces comencé mi búsqueda por lo bello.
Además, me insistió que mis figuritas minúsculas no podían ser corregidas. Si quería seguir en el taller, tenía que trabajar en tamaño natural. Nadie iba a conservar nada, ahí se iba a aprender. Tardé meses para lograr que los armazones no se cayeran o torcieran. Zadkine exigía que hiciéramos Zadkines. Sólo enseñaba lo suyo, y nos imponía seguir todas las reglas de su estructura cubista. Era muy enérgico, muy creyente de lo suyo. Cuando alguna figura llegaba a gustarle, de su bolsillo pagaba un molde y la hacía en yeso para exhibirla en la exposición “Zadkine y sus discípulos”. Jamás puso ninguna mía; pero con él, como maestro, me saqué la lotería.
¿Tenías ya resentimiento contra la Escuela Mexicana en esos dos años en que estuviste en Europa (1949-1951)?
Comenzó un poco antes, y ya con Zadkine no pudo haber vuelta atrás. Cuando entré a San Carlos todavía creía, inspirado en Diego, que los temas indígenas serían el centro de mi motivación, pero al conocer en París a Picasso, Braque y Kandinsky, y al aprender de Zadkine, constaté la engañada que me habían dado haciéndome creer que lo único válido era el muralismo mexicano. Me sentí furioso, defraudado. En esa época, además, me convertí a la abstracción. Descubrí una escultura de bolas de mármol de Jean de Arp en el Museo Rodin, y con la obstinación de un converso me aferré al arte abstracto.
Has hablado también de la influencia del escultor rumano Constantin Brancusi a quien también conoces en París…
Vivía yo en Montparnasse y a un lado de la estación, en una casita al fondo, él tenía su taller. Iba casi a diario a curiosear, Brancusi trabajaba en el patio y se acostumbró a mi presencia. No dialogábamos, sólo me decía: “Bonsoir, bon enfant, asseyez toi” (buenas noches, buen mozo, siéntate) y me dejaba verlo. Lo vi trabajar madera y yeso en formas abstractas. Nunca supe si fui una molestia.
Jamás he contado que allá en Europa estuve a punto de convertirme en fraile. Cuando llegaron las vacaciones, se me ocurrió cruzar los Alpes a pie de Austria a Italia. Comencé en el Brenero, y por Modena o Trieste me encontré con otro caminante. Yo iba a Venecia, él a Roma. Me explicó que era el año santo, y que si uno llegaba caminando a Roma, le concedían 15 días de estancia gratuita y el boleto para regresar al lugar donde uno comenzó la caminata. Decidí irme con él de convento en convento. Me gustó tanto la austeridad y humildad franciscana que renació mi religiosidad y quise hacer votos. Sin embargo, al término del peregrinaje, conocí a un fraile ecuatoriano en las catacumbas de Santa Cecilia y, después de pasar con él una noche de absoluta borrachera, me decepcioné, pedí mi boleto para Austria, y regresé a París para proseguir mis estudios
Enamorado por vez primera
¿Y por qué, si estabas tan feliz con Zadkine, te regresaste a México?
Mi abuela estaba enferma y mi madre me escribió pidiéndome que me regresara. Cuando llegué, mi abuela ya había muerto. En México, entre 1950 y 1954 hice muchas cosas: influido por las esculturas de Henry Moore me inscribí en la licenciatura de Antropología e Historia deseoso de entrar en contacto con las piezas arqueológicas; fui a clases de arte moderno en Mascarones con el gran crítico Justino Fernández; y estudié el oficio de la terracota en La Esmeralda con Francisco Zúñiga. Zúñiga era entonces el gran heredero de la Escuela Mexicana y hacía el mural de barro del Faro de Veracruz. Yo le amasaba, golpeaba y mojaba su barro. No fui su ayudante, sólo su chambero.
Y por esa época conoces a Ruth Rohde, tu primera mujer. En una entrevista que te hizo Elena Poniatowska en París en 1955, le dijiste que como no los dejaban casarse “porque ambos estaban muy jóvenes”, te la robaste. Cuando la conociste no estabas “tan joven”, tenías más de 23 años.
Pero ella iba en tercero de secundaria. La conocí en la Alameda, era guatemalteca de origen alemán, y venía con su mamá y sus dos hermanos a visitar a su padre que vivía en México. Me preguntaron una dirección, y como Ruth me gustó, me ofrecí a llevarlos. Nos hicimos novios y de común acuerdo decidimos escaparnos a Puerto Escondido, a donde nadie nos encontraría. De aventones en camiones de carga llegamos hasta Oaxaca, y luego, durante doce días, atravesamos la sierra a pie por caminos de brecha.Después de un tiempo decidimos dar la cara para tranquilizar a nuestras familias. En Mérida ella tomó un par de clases de catolicismo, porque era protestante, y formalizamos la relación ante la iglesia. Ya luego nos establecimos en un cuarto en un segundo piso del Teatro Ideal, donde comencé a hacer esculturas. La gente, más que escultor, me creía cargador porque a diario caminaba por la calle con mis costales de yeso y cemento al hombro. En esa época no vendí ni una sola pieza.
¿Y de qué vivían?
Casi de nada. Trabajaba recogiendo y repartiendo niños en el transporte escolar de una escuelita de Polanco. También diseñaba lámparas para Enrique Anhalt. En 1953 nació mi hija Patricia. Decidimos regresarnos a Puerto Escondido para sobrevivir con más facilidad.
Hice un pacto de amigos con Martín Seidel que fabricaba clavecines, el pintor Luis Jasso, el músico Joaquín Gutiérrez Heras, el bailarín Farnesio de Bernal, y Jutta y Max Kerlow, con quien 10 años después pondría una tienda de artesanías. Quedamos que yo conseguiría tierras en Puerto Escondido, y que cada año, uno de nosotros iría de sabático a sembrar mil cocos. Soñábamos con vivir en comuna, ricos y a la orilla del mar. Yo fui el primero – y el único – en partir, tenía la intención de trabajar en ese año las esculturas para una exposición.
Ruth y yo, cargando a Patricia de cuatro meses, volvimos a caminar por brechas, con la casa de campaña al hombro, para llegar a Puerto Escondido. Maurilio, un negro, me prestó su casa de varitas a la orilla del mar, y con sólo un peso diario comíamos desayuno y cena completos, con pescado, huevos de tortuga y verduras. Localicé un cerro con barro y comencé a hacer piezas de terracota que quemaba con leña verde en los hornos de pan del pueblo.
En Puerto Escondido se mataban a machetazos. Desde el primer día, me tocó ver morir a un negro. Fui al entierro en un camposanto a la orilla del mar, y en una tumba blanca, encalada, el carnicero abrió el tórax, también a machetazos, para hacer la autopsia. Recuerdo que decía: “ya tengo el bofe”, porque se refería a los órganos como si estuviera destazando un buey. Además, en Xila, el pueblo vecino, proliferaban las matanzas a manos de una banda de extorsionadores que se robaba tierras y cosechas. Balearon al Presidente Municipal, y más de una vez a mí me ofrecieron que me quedara a ocupar ese cargo. Sin embargo, al cabo de un año, con 12 terracotas y habiendo seleccionado el terreno idóneo para los cocoteros, nos regresamos en el barco que dos veces al año llegaba a Puerto Escondido para recoger la cosecha de ajonjolí. De Acapulco tomamos el camión a México.
Lilia y “La ruptura”
Y es entonces cuando expones por primera vez, en 1954 en el IFAL.
La crítica me trató muy bien, por única vez en mi vida vendí toda la exposición – gané 5 mil pesos –, y como Justino Fernández, Paul Westheim y Mathías Goeritz me recomendaron, el gobierno francés me concedió una beca. Así regresé a París con mi mujer y mi hija de dos años. Me dieron un estudio grande en la Planta Baja de la Casa de México y, como una provocación del destino, al lado trabajaba la pintora Lilia Carrillo, casada entonces con el filósofo Ricardo Guerra.
Obtuve la beca diciendo que iría con Zadkine, pero cuando llegué y le mostré las fotos de mi exposición, me dijo: “tú ya no puedes regresar conmigo, ya tomaste tu propio camino y de eso se trataba”. Me ofreció que fuera los domingos a tomar vino blanco a las 12, y a enseñarle la obra que iba produciendo. Me firmó todos los papeles de la beca, escribió que fui “un alumno sobresaliente que no faltó jamás”. Al final le ayudé a devastar un tronco. ¡Fui también chambero de Zadkine!
¿Comienza en París la relación con Lilia?
No, pero sí hicimos una muy buena amistad. Fuimos al estudio de Braque, expusimos en el Petit Palais, y convivimos estrechamente con los artistas latinoamericanos. En ese tiempo, encargué con Ruth otra niña, Karina; y Lilia su segundo hijo de Guerra. Ya en México comenzamos a exponer juntos y la relación fue inevitable. Ambos nos divorciamos de nuestras respectivas parejas y en 1959 aprovechamos una exposición de la Unión Panamericana en Washington para casarnos ante un juez de ésos que arreglan los papeles en cinco minutos.
Durante la segunda mitad de la década de los cincuenta, exponían ya en la galería de Antonio Souza en Génova # 51, en la Zona Rosa. Háblame de Souza y de sus intentos para romper con el mito del camino único que aún imponía la Escuela Mexicana.
En 1956, después de haber expuesto en la Carmel Art, galería y café del papá de Margo Glantz, Souza nos invitó a Lilia y a mí a exponer en su galería recién inaugurada. Era una oportunidad porque las galerías ya tenían su stock de pintores y era difícil entrar en ellas. Estaba entonces la de Inés Amor, que tenía gran abolengo; la de Caracalla que tenía pintores de Jalisco como Anguiano, González Camarena; y la Proteo, donde exhibían Pedro Coronel, Mathías Goeritz, Alberto Gironella, José Luis Cuevas y Vicente Rojo.
Toño Souza, el bohemio de una familia adinerada, era muy snob, se codeaba con los aristócratas y a sus artistas nos hacía sentir los de más categoría. Siempre vestía igual: traje gris, camisa azul y una flor azul en el ojal que hacía juego con sus ojos. Hablaba mezclando el español con el inglés y el francés, sacándose de la manga citas rimbombantes. Su estrella era Tamayo, pero también Gerszo, Leonora Carrington, Soriano y algunos extranjeros como el holandés André Vandenbroeck que era un genio pero acabó de gurú, y Botero o Szyszlo, quienes por amistad luego nos promovieron en Colombia y Perú.
Sobre su escritorio, Souza tenía cerros de guaches de Toledo. No los exhibía, los regalaba o vendía por 50 pesos. Lo estimulaba mucho, pero Toño no alcanzó a darse cuenta de quién llegaría a ser Toledo. Recuerdo también que Tamayo llegaba con él con un par de dibujitos bajo el brazo, y le decía: “Véndelos, pero que no se entere Olga”. Vendía sus obras en miles de dólares, pero nunca tenía un quinto porque Olga todo lo controlaba. Una vez llegó a decirme que estaba preocupadísimo porque había subido un peso o dos el precio del aguarrás.
Lilia y yo hicimos con Souza 3 ó 4 exposiciones. Los jóvenes éramos cercanos a él, pero nos mantenía al margen de su mundo privado. Le gustaba fungir un rol paternalista con nosotros. Cuando ya estábamos en las últimas nos ofrecía dinero “a cuenta”, pero jamás nos daba el gusto de decirnos: “Vendiste, ahí está tu dinero”. En 1961, Lilia se peleó con él por una bobada de unas tijeras perdidas y Toño la amenazó: “Si no te gusta, vete”. Acabamos yéndonos los dos.
Y comenzaron entonces a exponer con Juan Martín.
Juan Martín había llegado de España a México para trabajar con Jaime García Terrés como jefe de redacción en la imprenta universitaria, y nos conocía a todos los pintores jóvenes. Puso una pequeña librería y nos pedía dibujos para exhibir. Se decía discípulo de Ambroise Vollard (dealer de Picassoy autor de Memorias de un vendedor de cuadros) y, como él, quería tener un grupo pequeño de artistas a quienes representar. Llamó a Vicente Rojo y Alberto Gironella de la Proteo, a Roger Von Gunten, a Lilia y a mí de la Souza, y a otros como Fernando García Ponce, Gabriel Ramírez, Francisco Corzas y Arnaldo Coen. Nos ofrecía exposiciones periódicas, escribía de nosotros, nos promovía y decidía los precios de los cuadros. Decía que en cada exposición éstos debían subir de un 5 a un 10% para que los coleccionistas, que le tenían una confianza total, se sintieran estimulados de que la obra valía cada vez más.
En la década de los sesenta, decides además desafiar al arte oficial haciendo cerca de 30 murales públicos abstractos.
Quería llegar a más gente porque, por más exitosa que fuera una exposición en la galería, los espectadores jamás pasaban de cien. Convencí a amigos constructores, conseguí material de desperdicio y trabajaba con los albañiles de las obras. Uno de los más memorables fue el “Mural de chatarra” de 30 metros de largo en el Cine Diana que hice con tornillos, pedazos de hierro, tubos, tuercas y alambrón de deshecho. Al inaugurarlo, Jodorowsky recitó un poema suyo: “una moral de hierro, una moral de encierro….”.
Fue visto como una provocación. Antonio Rodríguez en la revista Política, el 1º de febrero de 1961 escribió: “que Felguérez decore cuantos cines de lujo quiera con bellas y oxidadas palabras carentes de ideas…. pero que los otros artistas continúen trabajando en función de la Revolución y del pueblo”.
Era el mismo discurso añejo, el mural de chatarra era el primero en un lugar suficientemente público que rompía para siempre con el mensaje social. Luego siguió “Canto al Océano” en el Deportivo Bahía realizado con 28 mil costras de ostión. Para la inauguración, Alejandro Jodorowsky iba a llegar volando en un helicóptero, descendería de una cuerda para subirse a una lancha atracada en la alberca. En el ensayo general, el helicóptero falló y se desplomó. Brincaron las hélices, explotó el motor, y fue muy espectacular inaugurar con un helicóptero destrozado en medio de una alberca.
Golpe a golpe contra la Escuela Mexicana
A finales de los cincuenta comienza la batalla contra la Escuela Mexicana de Pintura. En 1958 Jomi García Ascot critica la obra que el INBA manda a la Bienal de Venecia: “desdicha de la selección mexicana”, “la más deplorable colección de fórmulas gastadas”, “pomposidad y agotamiento”. Se reunía obra de Raúl Anguiano, Guillermo Meza, Carlos Orozco Romero, Manuel Rodríguez Lozano, Jorge González Camarena, y decía él que mejor deberían haber mandado los cuadros de Juan Soriano, Lilia Carrillo, José Luis Cuevas, Pedro Coronel, Fernando García Ponce y Manuel Felguérez.
La pelea fuerte fue en los cincuenta, no en los sesenta como se cree. El INBA no aceptaba el arte abstracto ni permitía que expusiéramos en las salas oficiales. Nuestro único foro eran las galerías, que comenzaron a proliferar. Jomi era amigo, llevaba el cine club en el IFAL y empezó a dar la batalla por el arte abstracto al igual que Juan Martín y Juan García Ponce, el gran crítico de nuestra generación. Por el contrario, Raquel Tibol, González Camarena y Juan O´Gorman nos atacaban con garra y despreciaban brutalmente nuestro trabajo.
Para que te des una idea de a qué grado estaban las cosas, recuerdo que Víctor M. Reyes, el director de artes plásticas del INBA, vio a Lilia dándole clases a sus alumnos en donde ahora es el Museo de Arte Moderno, y sin más le dijo: “Si quieres seguir trabajando en el INBA, te vas al sótano porque no puedo permitir que se pervierta a la gente con este tipo de pintura”. Lilia, por supuesto, renunció.
Los acusaban de tener “el ojito nuevo”, de ser extranjerizantes, vendidos a la OEA y al colonialismo, y de recurrir a “anticuadas fórmulas de arte en las que se escondían los impotentes”.
Eran muchas las ofensas. Estaban coléricos por el retorno de Tamayo. Veinte años antes se había ido de México peleado con Inés Amor, con un rencor total contra Siqueiros, Diego, Orozco y sus innumerables epígonos porque le taparon todos los caminos, pero en 1952 Carlos Chávez, que también había estado desterrado en Nueva York, fue nombrado director del INBA y le pidió que hiciera los murales de Bellas Artes. Los de la Escuela Mexicana se sintieron despojados y reaccionaron con furia. A Carlos Mérida, le destrozaron sus triangulitos recién puestos en un edificio que pertenecía a la Secretaría de Recursos Hidráulicos. La situación estaba muy brava.
Celestino Gorostiza tomó posesión del cargo como director del INBA el 29 de marzo de 1959, y declaró: “En la pintura, el estado no tomará posición en la lucha de tendencias. No se erige en juez y procura el desarrollo de todas las escuelas por igual”. Sin embargo, sólo un año después, en julio de 1960, cesó a Miguel Salas Anzures como director del Museo Nacional de Arte Moderno de México, y lo sustituyó por Carlos Orozco Romero, de quien se decía que era “uno de los más viejos aviadores de la burocracia en México”. Gironella, Cuevas, Rojo y tú salieron a la defensa de Salas Anzures, buscaron tumbar a Gorostiza, amenazaron de no asistir a la Segunda Bienal Interamericana de Pintura y Grabado e hicieron declaraciones internacionales sobre el manejo “parcial, dogmático e incapaz” del “grupo de mediocres” que organizaba la Bienal.
En 1957, ya habían organizado una primer bienal a la que ninguno de nosotros fue invitado. Neceaban aún con la Escuela Mexicana y premiaron a Francisco Goitia. La crítica había sido feroz y el certamen generó la necesidad de apertura. Por eso a Celestino no le quedó más que decir que el estado procuraría el desarrollo de todas las tendencias, pero era una farsa. Aunque Rivera y Orozco al final de sus días se habían mostrado receptivos a las nuevas tendencias – Rivera renegó del realismo socialista, dijo que el camino de la Escuela Mexicana estaba en Soriano; y el último mural de Orozco en la Escuela Nacional de Maestros fue totalmente abstracto –, Gorostiza acabó doblando las manitas ante el peso ideológico y el control de medio siglo de la Escuela Mexicana. Se decía que la lucha era entre realistas y abstractos, pero en el fondo era sólo una lucha de poder. Entre los epígonos del muralismo, Juan O´Gorman era el más peleonero de todos.
Siempre hay un secreto detrás de todas las cosas. Miguel Salas Anzures, un maestro rural, había organizado la primera bienal convencido de la Escuela Mexicana, pero luego fue como comisario a la Bienal de Sao Paulo y ahí se enamoró de la grabadora Mayra Landau, una brasileña cuya obra era abstracta. Se dio cuenta del profundo rezago del arte en México y regresó con la intención de empujar a los jóvenes. A mí me compró un cuadro, “Buscando a la gaviota”, que llegaría a formar parte del acervo del Museo de Arte Moderno. Cuando los realistas se dieron cuenta que Salas Anzures coqueteaba con nosotros, comenzaron a ejercer presión para que lo cesaran. Acabaron ganando.
¿Y qué hicieron ustedes?
Un escándalo. Buscábamos tronar a Celestino y pretendíamos hacer un museo de arte moderno dirigido por Salas Anzures. Cuando nuestros amigos los arquitectos Manuel Larrosa o el arquitecto Urrutia terminaban sus obras, les pedíamos que nos prestaran la casa vacía para organizar museos efímeros. Además, Salas Anzures nos consiguió que participáramos como grupo independiente en la siguiente Bienal de Sao Paulo, y de ahí surgieron invitaciones individuales y colectivas.
Supongo que el grupo tenía también una postura política, porque en 1960 firmaron un desplegado en solidaridad con la revolución cubana.
El grupo no tenía una postura ideológica de izquierda, pero de manera natural todos estábamos emocionados con los valores de justicia social que enarbolaba la revolución cubana. El desencanto vendría muchos años después. López Mateos nos llamó a firmar el desplegado, y a mí esa ida a Los Pinos me costó carísima: truncó mi carrera y mis posibilidades artísticas. Ya vendía obra en una muy buena galería, la de Bertha Scheaffer en Nueva York y, como a casi todos los firmantes, la embajada norteamericana me canceló la visa por “comunista”. Cuando fui a Cornell como artista invitado en 1966, viajé con un permiso especial por el tiempo que duró el contrato, e igualmente sucedió cuando obtuve la beca Guggenheim en 1975.
¿Cómo fue que después de renegar tanto, casi todos ustedes sí acabaron participando en la Segunda Bienal que organizó el INBA?
Porque después del ruido y la oposición, a Celestino no le quedó de otra más que aceptarnos. Logramos que cambiaran las bases, nos invitaran a todos, abrieran el jurado y hasta le dieran un premio de segunda categoría a Pedro Coronel. Finalmente ganamos.
Y el 11 de agosto de 1960, ya estaban ustedes exigiendo la liberación de Siqueiros, su enemigo político.
Su encarcelamiento había sido una venganza política de López Mateos y, por un acto de justicia, todos firmamos. Siqueiros se había adelantado a varios lugares de Latinoamérica a donde iba a ir el presidente, e hizo declaraciones contra el gobierno. Cínicamente luego de casi cuatro años de prisión, en 1964 López Mateos acabó liberándolo para que inaugurara el Museo de Arte Moderno. Siqueiros aceptó. Nuestros cuadros se colgaron junto a los de los muralistas y así se acabó el pleito: fue una forma de reconocer que nuestro grupo y nuestra pintura tenían también vigencia.
Si el pleito se acabó, ¿cómo te explicas entonces el zafarrancho del 5 de febrero de 1965 durante la premiación del Salón de Artistas Jóvenes, cuando “los realistas agarraron a trancazos a los abstractos”?
Ya nada tuvo que ver el conflicto entre realistas y abstractos, porque todos los pintores participantes éramos jóvenes. La ESSO había convocado a un concurso en toda América, y el MAM lo organizó en México. El jurado por unanimidad dio el primer premio a Fernando García Ponce y el segundo a Lilia Carrillo, ambos pintores abstractos. El meollo en aquel escándalo fue que aunque el jurado era respetable e incluía a Tamayo, Justino Fernández, Orozco Romero y Juan García Ponce, Juan fue acusado de arbitrariedad por premiar a su hermano.
A Benito Messeguer alguien le había dicho que sería el ganador y empezó el escándalo. Se subió a un templete apoyado por el crítico Antonio Rodríguez y gritaba a todo pulmón que todo fue un fraude. Licha, la esposa de Benito, le aventó un vaso de whisky a Juan García Ponce. Cuevas se puso de nuestro lado y se agarró a golpes con Francisco Icaza. Hubo gritos, manotazos, y copas de whisky que salieron volando. Y todo sólo por un premio de baja monta: los 15 mil pesos de Lilia apenas le alcanzaron para comprar una televisión.
Y en 1966, el pleito siguió con Confrontación 66. Se les acusó de haberse convertido en una mafia.
A Jorge Hernández Campos, que era director del MAM, se le ocurrió organizarla. Nos invitó a críticos y pintores – entre otros: Raquel Tibol, Juan García Ponce, Mario Orozco Rivera, Vicente Rojo, Francisco Icaza, Benito Messeguer y yo – a hacer una selección de los jóvenes, es decir, nacidos después de 1920, dejando así fuera de la batalla a los muralistas. Cada grupo llevaba sus candidatos. Para el gremio resultó muy molesto que estuviéramos juzgándolos y los rechazados armaron un escándalo. Las autoridades acabaron exhibiendo su obra en los pisos superiores del INBA. Finalmente la exposición fue un éxito porque acabó clarificando qué pintores valían la pena sin importar la escuela de origen.
Para terminar con el asunto del muralismo, quiero hacerte una última pregunta. La crítica colombiana Martha Traba en 1965 escribió que el atraso de la pintura latinoamericana obedecía “a la prédica retrógrada y reaccionaria del muralismo mexicano”. Visto en perspectiva, ¿no crees que le endilgaron demasiadas culpas al realismo de la Escuela Mexicana?
Quizá nos ensañamos con los grandes, pero aún coincido con Martha: el muralismo fue aterrador. No sólo por su discurso panfletario que obedecía al realismo socialista y nacionalista de entreguerras (similar al de la URSS, al arte nazi y al fascismo), sino porque al acabar las guerras, cuando en el mundo se resquebrajó el arte socialista porque no existían los poderes para sustentarlo, en México se mantuvo a costa de todo, impactando también a los demás países de Latinoamérica, igualmente repelentes a conocer las novedosas tendencias artísticas del extranjero.
Diego y Siqueiros, miembros del partido comunista, habían tomado el ejemplo de la URSS para hacer una copia de ese arte de estado, aparentemente dirigido al pueblo. Lo patético fue que después de ellos no hubo forma de parar la inercia de sus epígonos, que lejos de ser buenos pintores, se dedicaron a la grilla y sentaron sus reales en los edificios coloniales. Morelia y Aguascalientes los llenaron de horrendos murales con “monotes” y, en general, usaron a las instituciones oficiales para satisfacer sus ambiciones. Recientemente padecimos el escándalo de los murales del Casino de la Selva. Son horrendos y no vale ni la pena conservarlos. Yo los hubiera destruido con toda tranquilidad porque no por ser murales son arte.
El propio Lenin tenía una frase increíble: decía que el arte debía servir para elitizar al pueblo, no para vulgarizar la cultura. Y el muralismo fue exactamente eso: la vulgarización de la pintura con el pretexto de llegar al pueblo.
La olimpiada, los intelectuales y la represión
Hablemos del movimiento estudiantil de 1968. Los intelectuales en general jugaron un rol sustancial, y tú en particular como representante de Artes Plásticas del Comité de Lucha de Artistas e Intelectuales que presidía José Revueltas. ¿Cómo llegaste ahí?
Fue muy espontáneo. Nos sumamos a los maestros, alumnos y líderes naturales. Un pleito aislado el 22 de julio entre estudiantes de la Vocacional 2 del Politécnico y de la preparatoria privada Isaac Ochoterena,dio inicio a enfrentamientos entre autoridades gubernamentales y estudiantes que día a día se fueron recrudeciendo. El 26 de julio, en un desfile más de apoyo a la independencia cubana, el ejército reprimió a los estudiantes, y un par de días después militares y policías, en franca violación de la autonomía universitaria, rodearon los planteles de la Prepa Nacional y del Politécnico, y dispararon un bazukazo contra las puertas coloniales de la Prepa 1.
No podíamos mantenernos al margen. Los artistas de nuestro grupo teníamos una estrecha relación con la UNAM: Juan García Ponce, nuestro gran amigo y principal crítico, ahí trabajaba; García Terrés dirigía la revista, que además de ser uno de nuestros bastiones fue donde publiqué mis primeros cuentos; y nuestras exposiciones en CU eran frecuentes.
El propio Javier Barros Sierra, rector de la UNAM, en franco enfrentamiento contra el gobierno de Díaz Ordaz, el 1º de agosto izó la bandera nacional a media asta en CU, suspendió las transmisiones de Radio UNAM en señal de luto, y junto con maestros, profesores, alumnos, encabezó una manifestación vestido de dandy a la que nos sumamos los intelectuales. Nunca imaginamos la masacre que vendría después.
Durante agosto y septiembre, los pintores decidimos participar en la protesta de manera más activa. Convocamos a pintar un mural colectivo sobre las láminas acanaladas como de 20 ó 25 metros de altura y unos tres metros de ancho, con las que el gobierno había protegido de más ultrajes la escultura de Miguel Alemán, a la que los estudiantes ya le habían volado la cabeza. No teníamos intención dar un mensaje, sino que cada pintor llegara a CU a hacer su obra como si se tratara de un cuadro más. Con cooperacha compramos botes de pintura, pinceles y el que llegaba, buscaba su huequito en aquel cubo de metal.
Decidieron también oponerse a la exposición “Solar” que en plena olimpiada pretendía mostrar todas las tendencias del arte mexicano. No aceptaron ni al jurado calificador, ni las bases. En los desplegados tu firma figuró, entre muchas otras, con la de Tamayo, Mérida, Gerszo, Carrington, Cuevas, Gironella, Coronel, Corzas y García Ponce. Aunque las autoridades trataron de subsanar los errores lanzando una nueva convocatoria con otro jurado y ampliando las técnicas, ustedes se mantuvieron renuentes a participar. ¿Por qué?
Te voy a hablar de mí. No me interesaba participar con 200 pintores porque necesariamente esa exposición iba a ser mala y, como miembro del comité de lucha, no quería tomar parte en una actividad de un estado represor. La mayoría pensábamos así, pero buscábamos pretextos para oponernos porque a todo el mundo lo estaban metiendo a la cárcel. El último recurso fue argüir que “los premios pervertían al arte”.
Brian Nissen, Kasuya Sakai y yo corrimos la voz con quienes habían pintado con nosotros en CU, de que nos reuniríamos en la galería Pecanins para conformar un Salón Independiente. Como no había tiempo para pintar nada especial, cada artista trajo dos de sus obras e inauguramos el 4 de octubre en la Casa de Isidro Fabela.
Después, en 1969 y 1970, organizaríamos dos salones más ya en la UNAM, cuando ésta recuperó su autonomía. El grupo, sin embargo, acabaría por desmembrarse porque jóvenes como Felipe Ehrenberg y Herzúa, entre otros, boicotearon el trabajo y nos acusaron de usar el Salón para promovernos. Varios decidimos irnos – Aceves Navarro, Lilia, García Ponce, Nissen, Gabriel Ramírez, Ricardo Ragazzoni, Rojo, Sakai, Von Gunten y yo –, y los que se quedaron, que solían discrepar de todo, no fueron capaces de continuar.
Jugaban ustedes también un activo rol político. El 21 de septiembre de 1968, 308 intelectuales – tu nombre figuraba entre los 12 primeros – publicaron un desplegado contra Díaz Ordaz condenando la ocupación de la UNAM. Denunciaban el uso anticonstitucional del ejército, la suspensión de garantías individuales, la cesación de la autonomía universitaria, el ejercicio de medidas represivas en sustitución del diálogo democrático, así como la detención ilegal, arbitraria e inconstitucional de estudiantes, padres, funcionarios y maestros que se encontraban en el centro de estudios en el momento en que fue ocupado por el ejército.¿Quién redactó esto? ¿ qué respuesta hubo?
Yo creo que fue Carlos Monsiváis. Respuesta no hubo en principio, luego encarcelaron a todos los líderes de los distintos comités de lucha. Te vas a reír de lo que voy a contarte. Cuando ya se vino la represión fuerte después del 2 de octubre, la mayoría comenzó a esconderse. Como Monsiváis estaba en mi grupo, yo pensaba que él era mucho más notorio que yo y me decía a mí mismo: si agarran a Carlos, yo me escondo. Lo andaba yo cuidando. Fue a Revueltas a quien entambaron y fue por su protagonismo. Sin serlo, dijo que él era el gran organizador del movimiento estudiantil y acabó pagando por ello.
Sorprenden las declaraciones de Elena Garro después de la masacre en Tlatelolco el 2 de octubre. Decía que “no eran los estudiantes los verdaderos responsables de la agitación contra Díaz Ordaz, sino un grupo de más de 500 intelectuales mexicanos y extranjeros”. Citó a Luis Villoro, Ricardo Guerra, Rosario Castellanos, Enrique Lizalde, José Luis Cuevas, Leonora Carrington, Carlos Monsiváis y también mencionó tu nombre. Afirmó que en una reunión a la que ella asistió, los intelectuales, que eran unos cobardes, manifestaron su propósito de sabotear los juegos olímpicos. Aseguró que vivía escondida porque ustedes trataban de asesinarla.
Estaba loca. Sus declaraciones nos sorprendieron a todos: a nosotros y al gobierno. A mí hasta gusto me dio que me incluyera. Boicotear “Solar”, no era boicotear la olimpiada. No queríamos participar con el Estado, eso era todo. Nadie la tomó en cuenta: ni nosotros, ni la Federal de Seguridad que jamás la protegió. La volví a ver muchos años después en España y París, pero para entonces ya se le había olvidado lo que hizo. Elena tenía momentos de locura y paranoia; temió que la fueran a apresar y salió a gritar que era la única intelectual de México que apoyó al gobierno.
Obra impermeable al dolor
Después del tercer y último Salón Independiente en 1970, para el que todos trabajaron con papel periódico, Raquel Tibol escribió que tú te presentaste con “el reloj atrasado”. Decía que tus objetos cinéticos recordaban lo que se hacía una década antes y que quizá “tus problemas personales” te impedían compartir la problemática de un material común y un espíritu colectivo. ¿A qué se refería?
Supongo que era una crítica muy a su estilo. Mis “problemas personales” eran la enfermedad de Lilia. Se le rompió un aneurisma dentro de la columna, y aunque la operaron en Neurología, quedó paralítica de la cintura para abajo. Estuvo internada tres años en el Instituto de Rehabilitación y, producto de la inmovilización, la operaron siete veces más. Fue muy triste y no tenía yo ni para pagar el hospital. Nunca dejé de trabajar: rehice el plan de estudios de San Carlos, di clases, pinté sin tregua. Traté de vender obra mía o de Lilia, pero nada salía.
El único generoso fue Tamayo que me compró un cuadro. Con Lilia y conmigo, como con casi todos los jóvenes del grupo, tenía una relación muy cercana. Observaba nuestros cuadros con tal minucia que hasta le hacíamos bromas, decíamos: “Míralo, ya está fusilándonos”. Acabé llevándome a Lilia a nuestra casa en San Ángel, murió el 6 de julio de 1974.
Me impresiona mucho constatar que en tu obra geométrica de aquellos años, no se percibe la tristeza…
Yo no creo que el arte sea necesariamente el espacio para descargar emociones y mi obra jamás ha reflejado mis estados de ánimo. Mi única búsqueda es estética, sentir placer ante lo que estoy haciendo. Pinto más con la cabeza que con las manos, paso horas observando los cuadros, luchando por alcanzar la forma y el color que busco hasta terminarlos.
En esos años estaba yo muy metido en la geometría, en el espacio múltiple. Kasuya Sakai, Rojo y yo nos habíamos juntado en 1969 en casa de Jorge Manrique con la intención de lanzar un movimiento de arte geométrico en México. Coincidió con que yo entré de maestro a la escuela de diseño industrial de la UNAM y que ese mismo año me contrataron en San Carlos para transformar el plan de estudios.
Estaba ocupadísimo, metido hasta el cuello en el cinetismo y la geometría – estudiando desde las técnicas del constructivismo ruso de principios de siglo, hasta las de Julio Leparc que acababa de ganar la Bienal de Venecia –, y mi obra y mis enseñanzas sólo correspondían a ello. Retomé los colores de Kandinsky y del Bauhaus, busqué telas sin textura y pintaba con pistolas de aire para lograr cuadros lisos. Luego, de cada plano hacía un relieve de 10 ó 15 centímetros, y de cada relieve una escultura y una gráfica. Se llamaba el espacio múltiple porque de cada figura salía una gama de posibilidades.
Octavio Paz, amigo desde tiempo atrás, vio la exposición y me escribió un texto espléndido. Fernando Gamboa la llevó a la XIII Bienal de Sao Paulo y, por lo novedoso, gané el gran premio entre artistas de 54 países, uno de los premios que más satisfacción me ha dado en mi vida.
Y a pesar del éxito, no te quedaste ahí…
Nunca me he quedado, si uno se repitiera buscando la aprobación o el éxito comercial, sería uno un artesano de su propia obra. Aunque los elementos personales se repitan hasta el infinito, la obligación del artista es jugársela, renovarse continuamente generando diferentes épocas y momentos.
En mi caso, comencé con la abstracción, para luego simplificar y experimentar sólo con blancos, negros y texturas (1960- 1962). Ya en Cornell, en 1966, en una época fascinante, liberé la brocha y cree cuadros abigarrados que me encantan (como el Doctor Caligari). Al regresar a México, leí La Eva futura de Auguste Villiers de l’Isle-Adam, un antecesor de los surrealistas que crea una mujer perfecta a base de maquinaria, y me inspiró para crear cuadros abstractos con tímidas insinuaciones de la figura femenina presa de la máquina (1967-1969).
A comienzos de la década de los setenta, como ya te dije, me clavé en la geometría y el espacio múltiple, y estos conceptos los lleve hasta sus últimas consecuencias inventando teorías y coloridas formas nuevas con el uso de la computadora. Cuando gané la Beca Guggenheim en 1975 logré hacer en Harvard, con la ayuda de Mayer Sasson, un ingeniero en sistemas colombiano, un ideograma personal: más de 4 mil cuadros posibles, todos diferentes y que sólo podían ser míos porque correspondían a los elementos geométricos que yo ocupaba en cantidad y proporción.
A Harvard ya me fui casado con Meche. Ella, más de una década antes, se había divorciado de Juan García Ponce – padre de sus dos hijos –, y de manera natural, porque fuimos amigos de siempre, la vida nos unió. Ella estuvo cerca de Lilia en sus últimos años, y hasta el día de hoy, cuida también de Juan que se deteriora irremediablemente por la esclerosis múltiple.
Tiempo después, me cansé de los cuadros planos y volví a reinventar mi lenguaje retornando a las texturas. A principios de los ochenta, después de un viaje a la India, incorporé además lo orgánico en mi combinatoria de elementos geométricos. Y seguiría “Sol de Sombras” (1987), en la que con base en la teoría del caos, me propuse provocar desorden, manchas casuales para encontrar con la pintura el orden de las formas. Hoy aún me encuentro buscando en la pintura, la escultura y el relieve, la geometría de la naturaleza y el orden matemático. Y como me ha pasado en el amor: lo que me gusta más es lo último, lo que estoy viviendo.
El teatro y las máscaras
Octavio Paz escribió que ustedes abrieron las ventanas de México al mundo, pero pareciera que la llamada “ruptura” no sólo se limitó a las artes plásticas, sino que hizo explosión en todas las áreas: la literatura (Fuentes, Paz, Elizondo, Pacheco, Arreola, Benítez, Rulfo…), el teatro (Poesía en voz alta, las creaciones de Gurrola y Jodorowsky), la danza moderna, el cine…
La única guerra fue contra la pintura, pero es cierto, fue un cambio generacional. El país ya no era rural, el cine dejó de ser “Allá en el Rancho Grande”, y las lecturas obligadas no eran más las de Martín Luis Guzmán o Mariano Azuela. El nuestro era el México del crecimiento poblacional desmedido, el del hacinamiento urbano, la industrialización y el smog…
¿Cómo te involucras en el teatro?
Quería a toda costa hacer una escenografía para Poesía en voz alta, pero el grupo de Octavio se acabó. Alejandro Jodorowsky, que vivía en competencia con Gurrola en el afán de ser cada vez más vanguardista, me invitó en la década de los sesenta a hacer las escenografías de sus obras y le pidió a Lilia los vestuarios. Alejandro no tenía ni un quinto, sobrevivía de préstamos. Los ensayos comenzaban a las 12 de la noche y terminábamos a las 4 de la mañana. Su creatividad e irreverencia no tenía límites y, como consecuencia de ello, padecimos dolorosas censuras.
“La sonata de los espectros” de Augusto Strindberg, que desenmascara la falsedad de la burguesía, sólo se presentó en la inauguración y los funcionarios de Gobernación llegaron a clausurarnos arguyendo, sin haber un solo desnudo, que los movimientos de los actores eran obscenos. “La ópera del orden”, un musical de Alejandro, la clausuraron en el ensayo general. La escenografía la habíamos hecho Lilia, Alberto Gironella, Fernando García Ponce, Rojo y yo. A Gironella se le ocurrió hacer una instalación religiosa y salir de monje, y a los censores les pareció que la obra ofendía “las buenas costumbres”. Ni siquiera nos dejaron inaugurar.
También hicimos happenings. En uno en San Carlos, decoré el escenario con tortillas secas, y a la hora de la función llevé ratas blancas hambrientas para que se las devoraran. En otro forré a una mujer con capas de trajes blancos, se los fui cortando a pedazos, pintándole cuadros blancos, hasta que quedó desnuda y totalmente pintada de blanco. Pusimos también a una actriz bañándose con pulpos, a un demente comiéndose una paloma viva, a otro destruyendo un piano. Eran muchas locuras, destrucción y relajo, y los de la Acción Católica más de una vez nos apedrearon.
Y acabaron expulsando a Jodorowsky de México en 1973, ¿no?
Pero ya no por su teatro, sino por su cine que resultó aún más provocador. Al principio vivíamos en unas penurias insoportables teniendo hasta que empeñar nuestros relojes para llegar a la función del sábado, pero luego puso de nueva cuenta las mismas obras y comenzó a llenar la sala. Sacó bastante dinero y lo invirtió en el cine. Hizo “Fando y Lis” escrita por Arrabal, luego “El topo”, un éxito internacional que llegó hasta Broadway, y con grandes pretensiones inició la filmación de “La montaña sagrada” apoyado por un productor que abandonó la película a la mitad.
Para esta cinta, a mí me tocó hacer la casa del coleccionista. Contratamos extras que iban a estar encuerados adentro de una maquinaria de formas cinéticas que debía crecer hasta 15 metros ante las provocaciones de una mujer desnuda. Alejandro tenía ideas surrealistas. Se le ocurrió colgar a señoras desnudas entre las pencas de plátanos de La Merced y como un acto más de provocación, en aquel momento en que la herida de Tlatelolco estaba aún abierta, disfrazó de militares a un grupo de extras y los puso a simular que golpeaban al pueblo. Además, le pidió autorización a Monseñor Guillermo Schulenburg de filmar una escena en la Basílica de Guadalupe. Schulenburg ni se enteró que una penitente llegaría de rodillas frente a la virgen, se abriría el abrigo, y le mostraría su desnudez.
Se hizo un gran escándalo, la Asociación de Charros y la Asociación Católica Mexicana exigían que se expulsara a Alejandro de México porque su película era “una ofensa a la patria”. El gobierno no le aplicó el artículo 33, pero sí le solicitó “amablemente” que se fuera. Era un tipo muy especial, mesiánico, como un Cristo rodeado de discípulos. Se fue a Francia y ahí formó una secta, le dio por leer el tarot y escribir libros.
Sé que con Cuevas viviste en pugna. Leí, por ejemplo, que en un artículo de la revista Life en 1964 declaró que entre los abstractos sólo valía la pena Fernando García Ponce. Te acusaba de ser tímido en la vida y en el arte, decía que a Lilia le faltaba vigor. Fue categórico contra ustedes: “no me quedan ganas de que me cambien ninguno de sus cuadros por una obra mía”.
A menudo salía con sus cosas. Aunque me caía mal que constantemente zumbara como moscardón, casi nunca le contesté. Siempre sentí que si me atacaba era porque le hacía mella. Nos dejamos de hablar 30 años, nos reconciliaron los amigos artistas. Hoy somos cercanos.
Ahora que vemos tu vida en retrospectiva seguramente tienes una relectura…
La vida ha sido muy generosa conmigo, pero le huyo al pasado para sobrevivir. La parte íntima me ha sido muy difícil: la enfermedad, el deceso de mi padre, la pérdida del rancho, las muertes, el destino inevitable. Sin duda lo peor fue la agonía de Lilia. Quizá por eso, siempre estoy queriendo irme: París, Nueva York, Puerto Vallarta, Zacatecas.
Sin embargo, jamás he dejado de trabajar. Cuando un día no pinto, siento que pasé sin dejar huella. Durante más de 50 años, la pintura ha sido para mí una mística, una religión, la posibilidad para luchar y superarme. Y te vas a reír, entre los momentos más emocionantes están aquellos en los que regreso a ver el mural de relieve en el Auditorio Nacional, el del Centro Cultural Alfa en Monterrey, mi cuadro del MAM, o algún cuadro en alguna casa que visito. Es como llegar con viejos amigos.
La última sorpresa que me dio la vida fue que el gobierno quisiera poner un museo a mi nombre en Zacatecas. Además de donar mi obra, quise que el proyecto fuera más grande: un museo de arte abstracto que nos representara a mi generación y a las que han venido después. Junto con Meche, me aboqué a todo: desde restaurar y remodelar el sitio que fue una cárcel, hasta la curaduría de las exposiciones.
La generosidad de los pintores fue enorme. Además de su obra, Vicente Rojo donó obra de amigos y Hellen Escobedo las maquetas de la Ruta de la Amistad (1968). Y como cereza del pastel tenemos expuestos por vez primera los murales que en 1969 pintamos los jóvenes, por invitación de Fernando Gamboa, para la Feria Mundial de Osaka. Jamás pudieron ser exhibidos en su conjunto porque estaban diseñados para cubrir hasta el último centímetro de la entrada del pabellón mexicano, y como a los arquitectos en Osaka se les ocurrió subir el nivel del suelo, éstos ya no cupieron. Después de estar más de 30 años enrollados, ahora lucen en Zacatecas.
A los 75 años, ¿cuáles son tus miedos y pendientes?
Estoy orgulloso de lo que he hecho y vivido, pero también estoy conciente de que el tiempo se me acaba. Vivo obsesionado con trabajar, quiero hacer obra más importante y trascendente. Mi mayor miedo es a la enfermedad. Tengo horror de temblar con parkinson, de perder la conciencia por alzheimer, o quedarme tieso por una embolia. Me preocupan los que de mí dependen, a quienes dejo: Meche, mis hijas. Sin embargo, si estoy como ahora, me encantaría vivir muchos años más.