“¿Y tú, qué quieres ser de grande?”, me preguntó mamá, mientras me llevaba en coche a mi primer día de clases en la primaria.
Cuando los niños tienen seis años saben perfectamente lo que quieren ser de grandes: astronautas, policías, bomberos o científicos. Pero yo no sentía la más mínima atracción por ninguna de esas profesiones.
No era tan aventurero como para ir al espacio, ni tan fuerte como para ser un policía o un bombero, y ni siquiera me sabía bien las vocales. Así que la idea de ser científico también estaba descartada para mí.
Entré al salón de clases y me senté en la banca de hasta delante, en la última fila, justo enfrente del escritorio para profesores. Pronto el salón estuvo lleno de niños y fue momento de comenzar una nueva aventura que duraría seis largos años. Entonces, abrí mi mochila, saqué mi cuaderno y un lápiz, y comencé a escribir la fecha.
De repente, aquellos números grabados sobre el papel comenzaron a juguetear en mi mente. Porque un cero es un sol, si tiene unas rayitas rodeándolo… Un cuatro es el pico de un pato juguetón… Y un ocho es un muñeco de nieve.
Desde ese momento supe que había conocido al mejor amigo que podía tener. Y con ello, también había descubierto lo que quería hacer toda mi vida.
Pasaba todo el tiempo dibujando cualquier cosa que se me ocurriera. Entendí que a través de mis dibujos podía crear lo increíble. Todo lo que yo quisiera podía existir con tan sólo sacarle punta a mi lápiz y ponerlo sobre papel.
Cientos de cajas de lápices y plumas han pasado desde entonces por mis manos. De todos los colores, precios y materiales posibles. Pero ninguno tan importante como aquel pequeñísimo lápiz de tres centímetros que aún conservo desde el primer día de clases y que ahora reposa sobre mi mesa de dibujante.
Hoy, después de tantos años, sé que lo único que necesita un niño para ser feliz y desarrollar su imaginación, sin ningún tipo de límite, es un pedacito de madera relleno de toda la magia que existe en el universo.
¿Pero cómo fue que se inventaron los lápices y las plumas que ahora utilizamos?
Fue en 1564 cuando se descubrió el grafito en Cumberland, Inglaterra. Este material era muy valioso en aquel entonces, pues también servía para la fundición de cañones.
Al principio se ocupaba para marcar al ganado, pero con el tiempo se desarrollaron láminas de grafito que servían para escribir sobre papel, mismas que eran exportadas principalmente a Francia.
Tiempo después, en 1792, Inglaterra impuso un bloqueo económico a Francia. Lo que dejó a los franceses sin acceso a este valioso material, que les servía principalmente para desarrollar armamento.
Y como era más importante la guerra y las armas que la producción de lápices, Carnot, que estaba a cargo de organizar el Ejercito Revolucionario Francés, ordenó a Nicolás Jacques Conté el desarrollo de un lápiz que no necesitara tanto grafito. Digamos, que les saliera más económico y usando menos materia prima.
Conté, quien además de soldado era pintor y experto en globos aerostáticos, comenzó a buscar la manera de obtener un lápiz que permitiera dibujar, pero que no requiriera usar varillas completas de grafito. Luego de varios días de investigación, tuvo la gran idea de mezclar polvo de grafito con arcilla, cocer la mezcla y presionar la masa entre dos mitades de un cilindro de madera. Y así fue cómo nació el lápiz que hoy conocemos.
Las plumas tuvieron una historia algo distinta. Desde el siglo sexto y hasta el siglo 19, fueron el principal instrumento de escritura. Las mejores estaban hechas con plumas de ganso, cisne y pavo. Sin embargo, sufrieron un gran declive con la invención de la pluma de metal, patentada en 1803, por el ingeniero inglés Bryan Donkin.
La producción masiva de plumas metálicas inició entre 1860 y 1880, motivada por la creación de sistemas de enseñanza públicos y gratuitos. Las primeras plumas eran difíciles de rellenar y tenían derrames, pero eso lo fueron resolviendo poco a poco.
En 1884, un norteamericano llamado Lewis Waterman, patentó una pluma estilográfica con depósito de tinta. Lo cual ayudó bastante al problema de la recarga. Pero no duró mucho tal encanto, pues el apogeo de las plumas fuente acabó con la invención y perfeccionamiento de los bolígrafos. Esta nueva tecnología de escritura fue invención de los hermanos Ladislao y Georg Biro, quienes patentaron dicha tecnología en 1938, en Hungría y Francia.
Fue entonces, que en 1960 inició el dominio del bolígrafo que hoy utilizamos, con una punta de balín de acero o wolframio, que dosifica la fluxión de la tinta. En la actualidad, dominan el mercado los bolígrafos desechables de plástico y punta metálica de precios sumamente económicos. Mientras que las plumas fuente son consideradas artículos de lujo o de colección.
Al final, no importa si es grafito o tinta. Lo valioso es que todos tenemos a la mano la forma de plasmar nuestras ideas a futuro y recordar por siempre nuestro pasado, gracias a estos increíbles inventos que hoy siguen siendo parte básica de la educación de todos nuestros niños y jóvenes. ¿Y por qué no? También de los adultos que jamás nos cansaremos de esa maravillosa costumbre de escribir a mano.
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