¿Cómo imaginar que tal y como lo dice el poema: faltaría tiempo para mirar un árbol y un farol; para morir un poco y nacer enseguida; para acostumbrarse al esqueleto antiguo?
Cada despertar los restos de las horas “perdidas” se pierden más. Él sigue roto e inútil.
No sirve. De apariencia sencilla, permanece impregnado de ella, con las manecillas trabadas, la hebilla inservible y un cristal percudido; su hechizo se completa y llama a la mente a no perderla.
Las líneas puntiagudas deberían indicar las horas, los minutos y los segundos. Nadie recuerda los días en que lo hicieron. Sobre ellas, la cubierta transparente dejaría ver sus movimientos constates. Nadie recuerda los días en que lo hizo. El anillo rodearía con firmeza y el pequeño dispositivo que ajusta y da cuerda comenzaría la carrera, tras situarse a la mitad del conteo. Lo hizo hasta que dejó de hacerlo.
Desde los días de la clepsidra se ha demostrado la tendencia humana a medirlo todo, hasta lo que no existe. Sin embargo, se insiste en afirmar que un reloj puede dejar de funcionar.
Lo hace. Y como si se tratara de un cuerpo en hemorragia debe ser custodiado. Su pérdida puede ser tan irremediable como un vacío constante; se lleva los días tristes y felices, nunca se va solo.
No es posible tenerlo entre las manos y no recordar que aquella cinta de cielo y mar se posó sobre su muñeca, incluso antes de conocerla.
Su dial tan pequeña, nunca pudo dar más que las horas. El color cobrizo reveló una caja nada valiosa. Pero su extensible carcomido siempre será el color de los recuerdos. El muelle roto, roto seguirá.
Ya su tren de engranaje no se llegará a conocer, quedar ocultos los pequeños engranajes. La fuga dejó de medir fuera del paso del tiempo.