Jamal Khashoggi llegó a Washington hace un año y dejó atrás una larga lista de malas noticias en el lugar que llamaba su casa.
Después de una exitosa carrera como asesor y vocero no oficial de la familia real de Arabia Saudita, el príncipe heredero le prohibió escribir en el reino, incluso en Twitter. Su columna en un periódico propiedad de sauditas fue cancelada. Su matrimonio estaba fracasando. A sus familiares les prohibieron viajar, para presionarlo a dejar de criticar a los gobernantes del reino.
Entonces, después de que llegó a Estados Unidos, una ola de arrestos mandó a varios de sus amigos sauditas tras las rejas, y tomó una decisión difícil: era muy peligroso regresar a casa dentro de los próximos meses, quizá en cualquier momento.
Así que en Estados Unidos se reinventó como crítico en sus columnas en The Washington Post y creyó que en Occidente había encontrado un lugar seguro.
Pero resultó que la protección Occidente tiene límites.
Khashoggi fue visto por última vez el 2 de octubre, cuando entró al Consulado de Arabia Saudita en Estambul, Turquía, donde necesitaba recoger un documento para su boda. Ahí, según funcionarios turcos, un equipo de agentes sauditas lo mataron y lo desmembraron.
Los funcionarios sauditas han negado haberle hecho daño a Khashoggi, pero dos semanas después de su desaparición, no han podido dar evidencia de que salió del consulado ni han ofrecido ningún recuento creíble de lo que pasó con el periodista.
Su desaparición ha abierto una disputa entre Estados Unidos y Arabia Saudita, el principal aliado árabe del gobierno de Donald Trump, y ha dañado seriamente la reputación del príncipe heredero, Mohamed bin Salmán, el hombre de 33 años que ostenta el poder detrás del trono saudita y que esta vez quizá se excedió incluso para sus más leales simpatizantes en Occidente.
Relaciones bilaterales tóxicas
La posibilidad de que el joven príncipe ordenara el asesinato de un disidente representa desafíos para el presidente Trump y puede convertir las antes cercanas relaciones en tóxicas. Podría convencer a aquellos gobiernos y corporaciones que han ignorado la destructiva campaña militar del príncipe en Yemen, el secuestro del primer ministro libanés y sus olas de arrestos de clérigos, empresarios y otros príncipes de que es un autócrata despiadado que no se detendrá ante nada para acabar con sus enemigos.
Aunque la desaparición ha proyectado una nueva luz más intensa sobre el príncipe heredero, también ha llamado la atención sobre las simpatías enredadas a lo largo de la carrera de Khashoggi, en la cual equilibró lo que parece haber sido una afinidad privada por la democracia y el islam político con su prolongado servicio a la familia real.
Su atracción al islam político le ayudó a forjar un vínculo personal con Recep Tayyip Erdogan, presidente de Turquía, quien ahora exige que Arabia Saudita explique el destino de su amigo.
Fuente: The New York Times